Te piden que imagines una sociedad mejor para todos. El lugar perfecto donde todo funcione bien y reine el bien común.
Imaginas un presidente enternado apoyado sobre su lujoso escritorio, coronado por un chulo andino y el cuerpo amenazante inclinado hacia adelante. Encima del escritorio, has puesto elegantemente una botella de dorado whisky Jack Daniels, un vaso con el destilado, una raya de cocaína, un atrevido almanaque de bolsillo de esos que dan en las imprentas o los talleres mecánicos con una mujer desnuda y la constitución que descansa soberbia cerca de las manos del presidente.
Imaginas una colonia de heridas en tu propia piel formando sus propias calles y avenidas. El lugar imposible es tu cuerpo. Te autopropagas una infección que hace pequeñas escaras que tienen su propia lógica de expansión y organización. Son finalmente la conquista de un territorio ideal marcado por la memoria de la enfermedad y de la creación.
Te imaginas un cielo de verdes nubes hechas de bolsas plásticas de las que venden con coca para el acullico. Las bolsas llenas de aire flotan en el techo de una sala blanca y van cayendo al vaciarse con los días, entonces tienes un piso de bolsas medio desinfladas. Un paisaje ideal, minimalista pero cargado con más de un significado.
Imaginas que eres de las montañas que, aquí y allá, rompen en el altiplano, un adobe es tu tierra y le pones un pedazo de alfombra de pasto sintético “sin raíces” encima.
Imaginas que finalmente has ocupado ese territorio perfecto y deseado y clavas, como los hombres que pisaron la luna o los escaladores que llegan a la cima del Everest, una bandera de Bolivia en el fondo del mar y la música y la fiesta acompañan la conquista, al salir te espera el cielo, el mar y la playa de otro dueño.
Imaginas que la bandera de tu país es la tricolor boliviana y que en la franja que representa el oro y las riquezas de tu tierra no tiene el escudo bordado si no la frase: estamos solos. Y por un momento te congelas y sientes que tú y el resto de sus habitantes están de veras solos.
Imaginas que el Palacio de Gobierno de Bolivia es una jaula de metal de no más de un metro de ancho por 60 de alto. La jaula está hecha de alambre y es como las jaulas donde embuten y venden hacinadas a las aves de corral en el mercado. El frontis tiene las 14 ventanitas y su gran portón hechos del mismo alambre y le pones de título de “Prisionero del Palacio” y eres el afilado artista contemporáneo Alfredo Román.
Te piden que imagines “aquel sistema social idealmente perfecto y deseado, planteado a comienzos del siglo XVI por Tomas Moro, para ser realizado y al que llamó ‘Utopía’, porque aludía al hecho de que no había un lugar (aún) en la tierra para tal sistema.” Te piden imaginar un lugar que no existe y es más en su convocatoria te piden que adelantes ideas en respuesta a tan inaplazables preguntas como: “¿Qué significado tiene la utopía hoy en día, cuando la condición humana posmoderna que habita nuestro tiempo contemporáneo ha inventado el término “distopía” como el lugar que habitamos o habitaremos fatalmente? ¿Puede haber algo como la post-utopía que busca simplemente extender las posibilidades de lo real? ¿Es aún una utopía? ¿O es la realización cínica de la distopía?”
Los que te lo piden han montado una exposición con ideas de lugares ideados y la han llamado “UTOPÍA/distopía”, los que convocan a imaginar y pensar en esos mundos ideales son los curadores de la sexta Bienal de Arte Contemporáneo Boliviano “Contextos”, Douglas Rodrigo Rada y Ramiro Garavito, y te lo piden si eres un artista boliviano como los autores de las obras más arriba descritas cuyos autores son, en orden de aparición: Christian Alarcón, María Edith Pereira, River Claure, Jaime Achocalla Quisbert, Alejandra Alarcón, Roberto Unterladstaetter y Alfredo Román, y que junto a otros 24 artistas participan de la Bienal organizada por el Centro pedagógico y cultural Simón I. Patiño donde se exponen sus obras hasta el 9 de febrero de este año.
En la exposición hay esos lugares imaginados, pero hay más. Hay deseos: deseos de conseguir un trabajo como Curadora de arte (Serena Vargas), de conquistar el mar, de que los feminicidios sean menos y sean atendidos por la justicia (Ivette Mercado y Steve Camargo), deseos de que lo que deseamos sea o no la razón, sea o no la democracia, sea o no el progreso (Roberto Valcarcel).
Hay también territorios hechos de pedazos de hilos y lanas de colores (Beatriz Oggero), de fotografías de mujeres de razas de todo el mundo cortadas de un libro para imaginar a “La mujer perfecta” (Erika Ewel), de grandes brochazos de pintura y palabras que describen un lugar como “Cleveland” (Keiko Gonzáles).
Hay mucho más, hay música, códigos QR (Alejandra Dorado y Wara Urquiola), hay textiles, hay corazones de porcelana, hay lentejuelas bordadas, color y fiesta; hay pensamiento y hay arte. La misma exposición se construye como un lugar de utopías y distopías, en un lugar posible dónde todos tienen las mismas posibilidades de imaginar, crear, de pertenecer y, de susurrarnos a los espectadores, en señales secretas, lo que en la serie El cuento de la criada le dejó escrito en latín una criada muerta a la recién llegada: Nolite Te bastardes Carborundorum (no dejes que los bastardos te pulvericen).
Porque si algo sabe la creadora de la serie, la escritora Margaret Artwood, al igual que los curadores de la bienal es que cuando la utopía ha pretendido hacerse realidad en nuestro mundo termina convirtiéndose en una aberración, “en un experimento funesto”, en una distopía pues. Un personaje de la misma serie sobre el mundo distópico de Gilead dice: “un mundo mejor nunca significa mejor para todo el mundo, siempre significa que será peor para alguien”.
Probablemente ese lugar perfecto que imaginó ese presidente coronado con un chulo en la primera sala de la exposición, o el que nos dejó solos, o la que nos pensó como heridas, o el que está prisionero en su palacio, o el que ve su barrio como un tejido de letreros y avisos, de necesidades al final, no se preguntaron lo que muchos de estos artistas intuyeron cuando les pidieron que imaginen al pensar en la utopía o distopía y que ahora nos lanzan como raudos dardos para ser agarrados en fracción de segundos antes de que la pregunta que llevan cargada, un lugar idealmente perfecto ¿para quién?, se haga polvo en el aire.